jueves, 15 de mayo de 2008

La reconquista de Misamores


La historia del castillo de Misamores es una apasionante historia, común entre las plazas fuertes de la época, pero nos centraremos sólo en su conquista por parte de D. Juan, Conde de Sinsentidos y varón tan destacado como esforzado del Reino de Nuncajamasatinarás.

Pues hete aquí que el Conde se encaprichó, en su día, de la magnífica plaza de Misamores; un lugar encantador, de interesantes costumbres y gentes buenas de corazón y de grandes conocimientos, y decidió su conquista.


Como el Conde adoraba la ciudad, no quiso su destrucción y optó por el asedio y la negociación. El asunto no fue fácil, y el sitio se prolongó durante años hasta que dio su fruto, y Misamores capituló ante las tropas del Conde.

Este se las prometía muy felices cuando comenzó a disfrutar de sus nuevas posesiones y, tan feliz se encontraba que, se esmeró en el gobierno de la ciudad, buscando su bienestar y el reconocimiento de sus gentes.

Pasó el tiempo y las cosas empezaron a torcerse. Ocurrió que el Conde relajó sus esfuerzos por ser un buen gobernante y los habitantes de Misamores los suyos por ser leales súbditos. Hubo levantamientos, traiciones y quejas, grandes y pequeñas batallas, desastres naturales y epidemias, envidias y celos. Y claro, así las cosas dejaron de ser tan idílicas como al principio. Los desfiles triunfales, las grandes construcciones y los días de fiesta hubieron de alternarse con las tristezas, luchas e injusticias de ambas partes.

Misamores ya no era para el Conde aquel lugar idílico que fue y nunca volvería a ser, y el Conde no era el gobernante justo y querido que fue y que tampoco volvería a ser. En este punto se planteaba el Conde si reconquistar la ciudad continuamente o dejarla perder irremisiblemente. Sabía que cada reconquista es más difícil que la anterior y que cada batalla deja unas víctimas que sus seres queridos no olvidan.


El Conde envejecía y cada vez se le hacían más pesadas las largas y costosas campañas para conseguir, un objetivo, por otra parte, cada vez menos atractivo a sus ojos.

Aún así no quiso admitir el fracaso y recordaba a menudo y con nostalgia los días en que era respetado, querido e idolatrado en Misamores.
Las cosas – pensaba – nunca volverán a ser lo mismo, y ahogaba un suspiro, dejando caer los hombros como si sus brazos sostuviesen el peso de sus fracasos.

Llegó un punto en que pensó en no rendir sus esfuerzos en beneficio de su descendencia. Si él no había sido capaz, al menos deseaba que la belleza y los gozos de Misamores pudiesen ser disfrutados por sus herederos y formar parte de un Condado, al que mejorarían sin duda. Pero las perspectivas de nuevas batallas y traiciones le desalentaban demasiado.

Desesperado, el Conde buscó consejo. - Necesito de la experiencia de quien conozca casos similares en que se hallase solución al respecto – se dijo. Y dicho y hecho, reunió a su consejo de sabios y les consultó el problema.Los consejeros murmuraron, discreparon y le propusieron al Conde las más dispares soluciones, desde renunciar a la plaza hasta arrasarla, pero ninguna le convenció por completo, así que tras largo rato, los mandó marchar y quedó sólo y perdido, triste y desganado.


Un buen día cuando el Conde, ya resignado, había perdido toda esperanza, un viajero venido de lejanas tierras y conocedor del problema por habladurías (que no se sabe bien cómo, corren más que el más veloz de los viajeros), se presentó en palacio y pidió audiencia con el Conde. Este, nada más conocer de su presencia, mandó que lo trajeran ante sí de inmediato y le sirvieran al misterioso viajero, cuanto este deseara de comer y de beber.

- Oí que buscáis la solución a un problema que os quita el sueño- dijo la figura alargada aún en sombras desde el umbral de la sala.
- Así es – dijo el Conde. – Y yo que vos tenéis una solución. – Añadió mientras la figura avanzaba lentamente apoyado en un bastón, tan estirado como él, mientras la luz de las antorchas iba revelando su vieja cara embutida en una larga y roída capa.
- Nunca dije yo tal cosa – contestó el anciano.
- Entonces ¿para qué me molestas? – gritó el Conde levantándose airado. – ¡Te haré colgar de una almena viejo loco!
- Vos tenéis la solución, no yo.
- ¿Yo? ¿Cuál? ¡Habla!
El viejo se acercó al Conde y le entregó un viejo espejo. – Ahí tenéis el problema pero también la solución – le dijo.
El Conde se desplomó sobre su asiento de golpe entre decepcionado y confuso, en alguna remota parte de su ser esperaba realmente una solución. – ¡Vete viejo!
- Tirad el espejo, señor.
- ¿Qué decís?
- Lanzadlo al suelo.
El Conde cansado y desconfiado, decepcionado y confuso, airado y colérico lanzó el espejo que estalló en mil pedazos.
- Mal hecho, señor.
- ¡Vos me lo pedisteis! ¡Estáis aún más loco y decrépito de lo que pensé!
El viejo se giró y comenzó a andar despacio hacia la salida mientras el Conde lo miraba fijamente y desde allí, sin volver la cabeza ni detener el paso, dijo antes de desaparecer entre las sombras: - Deberíais aseguraros de poder enmendar algo antes de destruirlo.

Dice la leyenda que el Conde reconquistó Misamores una sola vez más antes de su muerte, y que allí reinó la felicidad durante mucho mucho tiempo, pero los historiadores no terminan aún de ponerse de acuerdo sobre este punto.

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